lunes, 28 de abril de 2008

ENTRE POETIZAR E INTERPRETAR Por Enrique Rodríguez

ENTRE POETIZAR E INTERPRETAR
Por Enrique Rodríguez Pérez
Universidad Nacional de Colombia
Departamento de Literatura

Crítica y creación en la crisis de la Modernidad
“La poesía ejercita la función inaugural que le es propia sólo a ella no solamente en cuanto ‘funda lo que dura’, sino también en cuanto ‘desfunda’ lo fundado en la vi¬vida relación con la nada, con lo otro como physis, como animalidad y como silencio. La palabra poética, de este modo, se acerca a la propia esencia cuanto más se acerca, también en sentido literal, al silencio” (Vattimo 1989, 82).
Para comprender la relación entre crítica y creación o, más bien, entre interpretar y poetizar, presento, a la luz de los pensadores del enfoque hermenéutico y estético, algunos elementos que muestran que estas dos dimensiones de la actividad reflexiva se vinculan estrechamente. Tanto el interpretar como el poetizar, a pesar de sus diferencias, se encuentran; esto significa que toda interpretación es un modo del poetizar y todo poetizar es un modo del interpretar. Ahí, en esa tensión juega el intérprete, quien, sin mediación conceptual preelaborada, despliega en su escritura tanto el pensar como el poetizar. Pero su oficio no es el de hallar la verdad fundamental, sino el de inventar históricamente, en irse del tiempo y en el tiempo de su actualidad, sentidos provisionales, ideas maleables, aproximaciones develantes del texto poético. Realiza un trabajo de construcción que hace posible la destrucción, el origen y la desaparición. De este modo, se va tejiendo la historia de los sentidos de las obras, de acuerdo con los contextos particulares del entorno y de los movimientos culturales del tiempo en que se vive.
El avance de la industrialización, hoy acentuado por las condiciones del mundo tecnológico, es la manifestación de una crisis de la cultura que desde el inicio del pensamiento occidental provocó la pérdida de la relación elemental entre el poetizar y el pensar. Ambos en su lejanía se sometieron al imperio de la metafísica racionalista que se fundamentó en una dicotomía irreversible entre el mundo sensible y el mundo inteligible, con todas las consecuencias éticas, políticas y estéticas que ello implica.
Sin embargo, el pensador y el poeta, por un camino que desborda dicha racionalidad mecanicista y positivista, se arriesgan a sostenerse ante esta crisis, es decir, toman distancia y, precisamente, en su acercamiento enfrentan el abismo de la situación. La fenomenología husserliana inicia este acercamiento, pues reconoce el olvido del mundo de la vida y acude a la epojé o desconexión, para entrar en el campo de las vivencias . De esta manera, la intuición restaura su carácter primario y las categorías dejan de ser eternidades ideales y entran en el ámbito de la actitud natural. Esto hace que la dimensión inteligible o abstracta de las formas universales brote en la apariencia del mundo de la vida, es decir, del entorno cotidiano. Entonces, en el aparecer de la actitud natural se intuyen categorías, aspectos universales, escorzos de sentido, sin apelar al pensamiento dicotómico que definía lo invisible como verdadero y lo visible como pasajero y falso.
Por otro lado, los pensadores, impulsados por la poesía y la experiencia del arte, como Schopenhauer y Nietzsche, transforman esa constitución histórica del platonismo. No hacen sino invertir la relación y este hecho vuelve metáfora y ficción lo ideal. Pero al parecer hasta el siglo XX se produce el cierre de la metafísica , que consiste en el encuentro del camino fenomenológico y del camino estético en los pensadores contemporáneos, por diversas vías. Sin duda, la obra de Marx imprime un tono decisivo en estas transformaciones; la visión del arte de Adorno se alimenta de ella; en consecuencia, rompe las dicotomías platónicas y reconoce que el arte vigoriza dicha ruptura porque produce una dialéctica negativa. En estas condiciones se llega al punto cero, el camino del pensador y el camino del poeta se encuentran en su cercanía primordial. Pensar la obra es crear una dialéctica abierta que no supera los opuestos sino que los pone en una relación de contradicción que los vuelve más autónomos y a la vez más cercanos. Esta negatividad dialéctica produce la ambigüedad artística que incluye lo real en la apariencia irreal, que a la vez reluce en su apariencia concreta como desaparición instantánea; por lo tanto, no produce efectos de idealización. Entonces, el conflicto de la obra de arte con el mundo de la industrialización se intensifica y se multiplica, pues el arte muestra el fracaso de la sociedad del progreso. Por eso Adorno afirma:

Muy cercana al arte como aparición en sentido estricto, lo celestial. Las obras de arte tienen con ella en común la forma de descender sobre los hombres, no afectada por sus intenciones ni por el mundo de las cosas. Si se expulsase del todo de las obras este elemento aparicional, no serían más que fundas vacías, peores que la mera existencia, porque ni siquiera viven para algo (Adorno 1984, 112).

Este acercamiento entre poetizar y pensar ha determinado una vía distinta en el tratamiento del texto poético. La ruptura con una metafísica de la obra se evidencia en la quebradura de la palabra misma. Este hueco del pensar abre el espacio para que la palabra se quede en el abismo de su aparecer. Entre ellos, entre la obra y la palabra, el intérprete es interpelado; es llamado a pensar y a poetizar, porque la palabra retorna a su condición originaria como despliegue del ser, y el pensamiento vuelve a ser apariencia de ser. Este efecto fenoménico de ser irrumpe en lo fragmentario y lo finito de lo sensible, pero no como manifestación de una eternidad lejana y vacía, sino como único modo de manifestarse en su propia destrucción. La eternidad deja de serlo porque se deshace en la fugacidad de la palabra; entonces, el pensar ha de ocuparse del evento, como desaparición, como quebrantamiento de los fundamentos.
En seguida paso a exponer tres modos de comprender la relación entre el interpretar y el poetizar. El primer modo se refiere a la fenomenología hermenéutica de Heidegger, quien en una primera etapa de su obra piensa el ser humano como Dasein y muestra que todo intérprete no hace sino inventar un camino de interpretación desde su condición inmediata, desde su finitud. ¿Cómo no va a ser fuente de creación el hecho de estar determinados por la muerte? Seguidamente, cuando el pensador da el giro hacia la poesía, nos encontramos con el habitar poético del ser humano como condición fundacional. El ser humano o Dasein se halla, más que limitado por la muerte, custodiado por el silencio del cielo que vela lo sagrado, y agobiado por la fatiga de su andar en la tierra. Este habitar entre cielo y tierra no es más que la medida de su existir poético. Entonces, siempre desde allí, el ser humano está interpretando, es decir, creando modos de ver, aproximaciones imaginativas y velamientos de las verdades que el poema resguarda. Estas determinaciones del existir humano muestran que poetizar e interpretar se funden, pues el intérprete crea su visión desde su habitar poético y, por otro lado, el poetizar brota de esa misma relación entre cielo y tierra cuando se vuelve poema o texto para ser interpretado.
El segundo modo de establecer los vínculos entre poetizar e interpretar parte de las relaciones entre texto y narración en Paul Ricoeur. Aquí se abre el vínculo entre el narrar y el interpretar, pues todo lector del texto narrativo experimenta en la narratividad el despliegue de su propia temporalidad. Como si él se dilatara en su propio tiempo al leer el tiempo de la ficción que es también la trama del tiempo. Por esto, el vínculo entre el interpretar y el crear ocurre como el evento concreto de la lectura, pues el tiempo, comprendido también en el sentido heideggeriano , es el que prefigura, configura y refigura el tiempo de la ficción y el tiempo humano. Es decir, que el lector o el intérprete se funde con el tiempo de la narración, se vuelve ficción y su lectura refigura, reinventa el texto leído, en la toma de distancia. Este alejamiento produce otro texto que, a su vez, sigue diluyéndose y creándose en el tiempo. En fin, lo que acerca el poetizar y el interpretar es la experiencia de lectura en la distensión del tiempo, en tres mimesis o imitaciones ficcionales. En el devenir fenomenológico de la lectura, el lector termina transformado, se vuelve creador; reinventa, crea, poetiza. En el texto “Triple mimesis” (Ricoeur 1987) y en “La función narrativa y la experiencia humana del tiempo” (Ricoeur 1999) se plantean estos asuntos.
El tercer modo para abordar la relación entre el pensar y el poetizar es el camino de la deconstrucción derridiana. En esta propuesta también se evidencia ese juego mutuo entre el escribir y el crear, es decir, entre el interpretar y el poetizar, pues la escritura, como huella de lo blanco, se disemina en los tejidos de lo ausente; marca la sombra de lo efímero, desborda el margen y el límite a través de la metáfora y el simulacro. Por esta vía, se acentúa aún más el carácter creador de la escritura. Se produce un desprendimiento, una quebradura del lenguaje. La misma escritura ya es otra, parte de esos huecos del texto y, antes que desentrañar contenidos, los oculta mediante el mismo acto de la escritura. Produce así una ambigüedad abierta, una doble y múltiple lectura a través de marcas textuales que no restablecen un sentido único del texto, sino que mantienen ese efecto deconstructor que siempre acrecienta y provoca encuentros en distintas direcciones, es decir, textos entrecortados, cruzados, desdoblados, doblados, plegados, discontinuos y simultáneos. Textos de Derrida como Márgenes de la filosofía, La escritura y la diferencia y La diseminación, entre otros, son muestra de ese ejercicio de discontinuidad. En particular, en ciertos momentos de esos textos se percibe con mayor evidencia, en su escritura misma, un alto grado de ambigüedad. De modo que el lector ha de estar atento al silencio que el mismo tejido produce. Ese blanco del texto le permite andar por el límite, por el margen del lenguaje, para vitalizar, desde el desprendimiento, otro texto, igualmente ambiguo y abierto.

Estos tres enfoques, con sus distintos acentos y sus proximidades, dejan ver esa ruptura con el pensamiento metafísico y la irrupción de una relación que implica el encuentro entre el pensar y el poetizar. El análisis de estas perspectivas, entre otras, orienta la función del intérprete o del crítico de hoy.

Poética e interpretación desde la fenomenología hermenéutica

La reacción crítica frente a la modernidad racionalista se hace cada vez más radical. Nos encontramos ahora con el pensador Martin Heidegger, quien por la vía fenomenológica ahonda en dicha crisis y al hacerlo se encuentra con el poeta Hölderlin, quien lo interroga de la manera más originaria respecto de la historia occidental. Se restablece así el diálogo entre pensamiento y poesía que se había olvidado por efecto del predominio de la concepción platónica del mundo en la historia del pensamiento. En consecuencia, se consolida aquí la relación entre crítica y creación, pues solo mediante la crítica en medio de la crisis se llega a un pensamiento creador, tan semejante a la poesía. La obra poética deja de considerarse un objeto de estudio y emerge junto al pensamiento, en igualdad de condiciones, como modo de pensar que se despliega ante él. En mitad de la relación se encuentra el intérprete quien debe atender el llamado del poeta y del pensador a la vez, pues se halla en medio de esa tensión y de esa cercanía. Pero veamos cómo se constituye ese diálogo:

El intérprete y el tiempo

En Ser y tiempo de Heidegger se genera una ruptura radical frente a las concepciones tradicionales, de orden metafísico, sobre la concepción del ser humano. Desaparece también la dicotomía sujeto/objeto. Hablar de Da-sein consiste ahora en concebir el ser humano siempre inmerso en la mundaneidad. Esta mundaneidad no es una esfera exterior frente a la interioridad humana, sino un conjunto de relaciones que se va constituyendo en el actuar del ser humano en el mundo. No se pueden aislar estas dos dimensiones. El Da-sein es ser-en-el-mundo. Esto significa que el sentido se constituye en la cotidianidad inmediata y no en las concepciones preelaboradas sobre lo que existe.
Seguidamente, al mirar la configuración fenomenológica del ser humano, tres ámbitos de existencia salen a la vista: el estado anímico, la comprensión y la expresión. Estos son modos originarios de estar en el mundo del ser humano. Con esto se rompe la distancia entre la concepción del mundo y el estar en él y se plantea una situación interpretativa para el ser humano, pues estas tres dimensiones son modos de concebirlo como pro-yecto porque se comprende como posibilidad de ser que se adelanta a sí mismo. En primer lugar, al estar afectivamente dispuesto, arrojado al mundo, adelantado a sí mismo, se siente angustiado, entre otros estados de ánimo. Por eso el estado de ánimo es un modo originario de ser del Dasein “en el que este queda abierto para sí mismo antes de todo conocer y querer, y más allá del alcance de su capacidad de abertura” (160). Por esto, la angustia lo proyecta a su estar pleno en el mundo. En segundo lugar, el comprender es su otro modo de estar en cuanto ser humano. En este comprender se ve como proyecto, como ser humano que se adelanta en su ser, pues es posibilidad de ser y siempre está en esa frontera del futuro que se le abre y que depende de todo lo que él es posible de ser. En palabras de Heidegger: “El carácter proyectivo del comprender constituye la aperturidad del Ahí del estar-en-el-mundo como el Ahí de un poder-ser” (169).De modo que este comprenderse como proyecto y su estado de ánimo, por excelencia, la angustia, son los existenciarios o modo de su estar en el mundo. En este sentido, se caracteriza porque es un ser creador que siente y comprende cada vez que está en su ahí, por tanto no es concebido como sujeto abstracto. El temple anímico lo inquieta y el comprenderse lo dirige hacia delante. En tercer lugar, el discurso o expresión es otro de los elementos que configuran el ser del ser humano. El lenguaje, por tanto, no es un instrumento de comunicación o un medio de exteriorizar el mundo interior del sujeto, sino es aquello que constituye al ser humano en su estar. La relación se invierte y el lenguaje es el modo de ser que recoge el estado anímico y el comprender del estar en el mundo del ser humano. En este sentido, el ser humano es lenguaje, existe como lenguaje: “La comprensibilidad afectivamente dispuesta del estar-en-el-mundo se expresa como discurso” (184). Como se ve, estas tres condiciones existenciarias rompen con la perspectiva idealista y metafísica del ser humano y muestran que, como tal, él siempre es algo distinto, es decir, es creación y expresión permanente en su estar sumergido en el mundo.

Pero si se sigue haciendo una descripción fenomenológica del ser del ser humano, brota ahora, de manera más originaria, el ámbito del estar ocupado, o del cuidado, como lo llama Heidegger, el “anticiparse-a-sí-estando-ya-en…medio-de” (218). Este estar atento cuidadosamente tratando con el mundo, con una mirada abarcante, indica que en su ocupación el ser humano se va en el tiempo, puesto que, en su trato con las cosas, recoge lo previamente hecho, lo que en el instante realiza y se proyecta hacia el porvenir. En consecuencia, lo que hace que el ser humano esté ocupado en el mundo es la temporalidad. Por tanto, esta es la fuente de su existencia, pues no tiene otra manera de ser que irse en el tiempo.

Finalmente, esta estructura del cuidado muestra que su constitución como ser humano está dada por el ser-para-la-muerte. Es decir, que por el hecho de estar en el mundo como posibilidad, afectivamente angustiado y entregado al mundo en su ocuparse, lo que le adviene a sí mismo es aquella posibilidad más propia que le anula todas sus otras posibilidades, es decir, la muerte. En consecuencia, su constitución más originaria proviene de esta última posibilidad. Esto significa que ese proyectarse del estar-en-el-mundo, lo sitúa siempre en su estar delante de sí, en su ya no ser posibilidad.

Esta breve e insuficiente presentación de los elementos que configuran el existir humano muestra que el intérprete, el ser humano, el Da-sein, es ante todo creador. Al estar inmerso en el mundo, entra en una dialéctica con su entorno porque la muerte le hace padecer allí el tiempo de su estar vivo. Estas condiciones dejan ver que la condición del intérprete es poética. Si bien, en Ser y tiempo, Heidegger aún no se ha encontrado con Hölderlin, ya se prevé ese sentido poético de la existencia. Si el intérprete está sumergido en el mundo, no como sujeto, sino como creador, pues reaparece en el instante de su ocupación cada vez distinto, se pone en juego una relación muy estrecha entre el interpretar y el crear. Es decir que su estar-en-el-mundo, su vivir en él, es como un brotar infinito de instantes que no se repiten como sucede en el poema.
En consecuencia, el intérprete puede concebirse como crítico, pues ya de hecho, como se ha visto, su estar-en-el-mundo es naturalmente crítico, pues han desaparecido todas las categorías universales que lo mantenían en confianza consigo mismo y con el mundo. Además, el intérprete está constituido por la muerte y el reino metafísico de lo ideal se ha desfundamentado, pues la finitud del estar pone en entredicho lo eternamente substancial. En tal sentido, esta es su condición interpretativa que lo incita, lo determina como creador, pues poetiza, inventa, en su cada vez ser más propio, su estar en el mundo, en ese irse en el tiempo de su condición interpretativa de la muerte. ¿Y qué más impulso creador que ese reconocerse como estando siempre en su última posibilidad? Entonces, se oyen los versos de Borges, que poetizan esa condición de arrojado del intérprete:

Es inútil que duerma.
Corre en el sueño, en el desierto, en un sótano.
El río me arrebata y soy ese río.
De una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo.
Acaso el manantial está en mí.
Acaso de mi sombra
Surgen, fatales e ilusorios, los días.

Pensamiento y poesía

Otro camino para analizar esta relación parte del giro heideggeriano. Por esta vía se acentúa aún más la proximidad entre interpretación y creación, pues el poeta, en este caso Hölderlin, incita al pensador a interpretar creadoramente. Por esto, la lectura que hace Heidegger de Hölderlin revela que ha sido tocado destinalmente por el poeta porque le hace comprender su condición de arrojado en la Modernidad. Le hace ir al origen de su estar en el mundo y reconocer que esa mundaneidad ocurre porque el existir humano es poético y que la condición más propia para estar en su ahí es la medida de lo poético. Esta medida se da por el juego mutuo entre cielo y tierra, que a su vez vela el vínculo entre divinos y mortales. A partir de esta situación se puede decir que nuestra existencia está fundada en la poesía, en esa relación compleja de estas cuatro dimensiones que hoy están destruidas por el avance de la industrialización, el dominio de la naturaleza, la dogmatización de lo divino y el concepto metafísico del ser humano como sujeto y del mundo como objeto.
En esta condición histórica, los dioses han partido. Y desde ahí el intérprete atiende al llamado de la poesía. Esa es su situación crítica; por tanto, su respuesta no puede darse en los mismos términos de la historia de la metafísica, sino que tiene que lanzarse al abismo de la palabra poética, al estado de abierto del poema que destruye toda cimentación de lo estable y multiplica las posibilidades del comprender el mundo, desde una situación afectiva y sin fundamentos, es decir, estética. De este modo, el intérprete se distancia de la concepción metafísica y se encuentra inmerso en el mundo de la metáfora, de la ilusión de la ficción. Esto le provoca una multiplicación de su mirada que le facilita reconocer los múltiples riesgos de su existir, pues se reconoce como evento en el tiempo, como brote vivo de la muerte. El poema llama cada vez al intérprete mediante una voz que le indica su propia condición histórica, su lugar en mitad de esa crisis, pero con un tono cada vez menos claro; por tanto, más interpretable. Llega al límite en el que pierde la frontera entre lo real y lo ficticio. En esta proximidad velada entre poesía y existencia, el intérprete sólo puede responder al poema mediante una actitud poetizadora, es decir, creadora, pues ese lenguaje insinuante, ensordecido y de tono debilitado resguarda el sentido del poema en su ocultarse. En fin, a pesar de habitar en este mundo modernizado, sistematizado tecnológicamente, la condición primordial de tal habitar se funda en lo poético; así lo expresa Heidegger al comentar las palabras de Hölderlin “Lleno de méritos, sin embargo, poéticamente habita el hombre...”:
El poetizar es probablemente un medir especial distinto de los demás. Más aún. Tal vez la proposición: poetizar es medir debemos pronunciarla acentuándola de esta otra manera: poetizar es medir. En el poetizar acaece propiamente lo que todo medir es en el fon¬do de su esencia. Por esto se trata de prestar atención al acto fun¬damental del medir. Este acto consiste en empezar por tomar la medida con la cual habrá que medir en los demás casos. En el po¬etizar acaece propiamente la toma de medida. El poetizar es la toma-de-medida, entendida en el sentido estricto de la palabra, por la cual el hombre recibe por primera vez la medida de la am¬plitud de su esencia. El hombre esencia como el mortal. Se llama así porque puede morir. Poder morir quiere decir esto: ser capaz de la muerte como muerte. Sólo el hombre muere, y, además conti¬nuamente, mientras permanece en esta tierra, mientras habita. Pero su habitar descansa en lo poético (1996, 171).

Se ve así que la condición del lector de poesía es la del intérprete que se hunde en lo abismal de la muerte, en el acontecimiento del ocultar. Entonces, la verdad sobre lo que se interpreta se multiplica, pues cada vez que el intérprete dialoga con el poema, vuelve a crearse el sentido y a la vez a desaparecer. Como la vida humana, el poema brota y se desvanece, nace y muere infinitamente, pues la palabra aparece en su desaparición como en un “claro de bosque” . Ante este efecto de lo eventual del poema, ante este brillo desvanecido, el intérprete, a su vez, se aproxima al poema desapareciendo. De este modo des-oculta el sentido, reconoce el rumor y el silencio de la palabra sin presionar con conceptos predeterminados el decir del poema. Ante todo, ha de dejarse interpelar por el poema y mediante un movimiento de distanciamiento reconoce esas preguntas como suyas.
Como se ha visto, por estas dos vías del pensamiento de Heidegger, siempre nos encontramos frente a la relación entre poetizar e interpretar. Así se restablece la proximidad entre pensamiento y poesía que es la tensión que padece el intérprete.
A partir de aquí se produce el estallido cuando los textos del poeta y del pensador se tocan. En medio de dicho entrecruzamiento se halla el intérprete, en el borde de la lucha creadora entre Heidegger y Hölderlin, entre Vallejo y Nietzsche, entre Derrida y Mallarmé, entre Lezama y Mallarmé, entre Machado y Heidegger, en fin, la lista no termina.
Como lo insinúa Borges, el intérprete lee como si los poetas y los pensadores estuvieran en un escenario donde ocurre un diálogo platónico: “Para convertir el libro en algo vivo, Platón inventó –felizmente para nosotros– el diálogo platónico, que se anticipa a las dudas y preguntas del lector” (2001, 22). Esto no quiere decir que el único diálogo se hace entre el poeta y el pensador, sino que son posibles otros encuentros y esa es la labor de una crítica interpretativa que nazca de proximidades como las que ocurren entre el historiador y el poeta, entre el narrador y el antropólogo, entre el poeta y el científico, entre el editor y el dramaturgo, en fin. Solo que aquí parto del ejemplo que me resulta más familiar.

Narración e interpretación

Pero aún parece muy abstracta esta relación; por eso, pensadores posteriores como Gadamer, Ricoeur y Derrida, por distintas vías, muestran cómo este esbozo heideggeriano se hace concreto en el leer y el escribir puesto que el mundo es un texto en el que se entrecruzan distintas direcciones y perspectivas. Aquí la labor de intérprete se vuelve más compleja y comprometedora, más política y más ética; por tanto, más creadora.
En Ricoeur, por ejemplo, se establece una relación entre el tiempo y la narración. Al seguir a Heidegger, hace ver que narrar es sobreponerse a la muerte. Como si se narrara para no morir. Entonces, a uno se le va el tiempo en los tres modos de la mimesis: un tiempo prefigurado que es el tiempo de la vida, de los acontecimientos humanos, de la simbología cotidiana; luego al ingresar a la mimesis de la configuración, en un segundo momento, se despliega la estructura ficcional del texto y el lector se extasía en ese tiempo de la ilusión, provocada por el texto poético, y, finalmente, el lector se retira, pues la obra lo reenvía a su propio mundo, en una tercera mimesis. Este momento, el mundo del lector y el mundo del texto se entrecruzan. Esta fenomenología de la lectura, desplegada en el tiempo de las tres mimesis, también muestra que la actitud interpretativa es creadora, pues siempre se llega a la refiguración o recreación del tiempo de la ficción y el proceso recomienza pues el tiempo sigue como una espiral interminable. No es posible leer los textos, bajo categorías estables, porque el tiempo en la ficción se confunde con el tiempo de la realidad. Todo se vuelve texto, tejido de tiempos, historicidad y temporalidad. He aquí otra prueba de la proximidad entre interpretación y creación, entre narrar e interpretar, entre poetizar y narrar. De este modo lo expone Ricoeur en “Qué es un texto”:

La idea de interpretación, comprendida como apropiación, no queda por ello eliminada; sólo queda remitida al término del proceso; está en el extre¬mo de lo que hemos llamado antes el arco hermenéutico; es el último pilar del puente, el anclaje del arco en el suelo de lo vivido. Pero toda la teoría de la hermenéutica consiste en mediatizar esta interpretación/apropiación por la serie de interpretantes que pertenecen al trabajo del texto sobre sí mismo. La apropiación pierde entonces su arbitrariedad, en la medida en que es la rea¬sunción de aquello mismo que se halla obrando, que está en trabajo, es decir, en parto de sentido en el texto. El decir del hermeneuta es un re-decir, que reactiva el decir del texto (1999, 81).

Y es en un breve texto de Monterroso, “Vaca”, que el pavor del paso del tiempo y la narratividad se conjugan en el abismo del desaparecer. Ante esto, el intérprete no tiene otro camino que volverse creador para restituir en su lectura el texto borrado:

Cuando iba el otro día en el tren me erguí de pronto feliz sobre mis dos patas y empecé a manotear de alegría y a invitar a todos a ver el paisaje y a contemplar el crepúsculo que estaba de lo más bien. Las mujeres y los niños y unos seño¬res que detuvieron su conversación me miraban sorprendidos y se reían de mí pero cuando me senté otra vez silencioso no podían imaginar que yo acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha.

Escritura y deconstrucción

Otra vía para comprender esta relación entre poetizar e interpretar se encuentra en la propuesta deconstructiva de Jacques Derrida. Nada más creadora que esta manera de concebir la escritura. De raíz mallarmeana, la deconstrucción derridiana es una experiencia de ruptura que se enfrenta con el vacío que ha dejado la modernidad racionalista porque solo tuvo interés en ver lo lleno del sentido, pero no el blanco de la escritura o la discontinuidad del discurso.

Desde el silencio de la escritura, Derrida destruye el pensamiento dicotómico de Platón que condenó la escritura y la expulsó de su república porque era simulacro de simulacro, sin valor de verdad, pues era simple copia del modelo. Sin duda, estas perspectivas: la fenomenológica de Husserl y la interpretativa de Heidegger le han permitido ese viraje, más osado y más radical frente a la metafísica. Pero es el poeta, Mallarmé o Hölderlin, quien le ha impulsado a dar el giro. De ahí que, como se ha visto, lo que se establece entre el poeta y el pensador es el diálogo. La escritura, por tanto, es esa huella de la muerte, esa marca del ya no estar ahí; el tejido de dichas marcas, las firmas cruzadas de la desaparición que se diseminan y se multiplican cada vez que se leen. Así, la escritura discontinua genera lecturas discontinuas, es decir, creadoras; son invenciones instantáneas que brotan en el vacío que recubre el tejido de los sentidos que se retraen en esas marcas escriturales. Aquí hay que poner atención a esas marcas para que el interpretar no agote los textos; esto implica una escritura levemente poética, abiertamente ambigua. El intérprete, por tanto, poetiza la escritura, juega en el desaparecer multiplicado de los fundamentos, que reaparece y se suprime simultáneamente. Derrida lo indica de este modo:

El advenimiento de la escritura es el advenimiento del juego: actualmente el juego va hacia sí mismo borrando el límite desde el que se creyó poder ordenar la circulación de los signos, arrastrando consigo todos los significados tranquilizadores, reduciendo todas las fortalezas, todos los refugios fuera-de-juego que vigilaban el campo del lenguaje (2003, 12).

Y si no hay fundamentos y más bien las diferencias se multiplican, la fuente de la escritura es la discontinuidad y el vacío. El intérprete, en este caso el lector de la marca escrita, ha de dirigir su atención a ese vacío, a ese hueco, a esa ruptura, para inventar el tejido de su interpretación, que a su vez se vuelve escritura que se borra en su misma huella y que se va entrelazando con los otros textos escritos, con las otras interpretaciones diseminadas. Entonces, se vuelve un trabajo interminable de interrelaciones que se integran a todo lo que ocurre como tejido de mundos. Por tanto, la labor del intérprete se vuelve más compleja pues debe posicionarse ética, política y estéticamente entre las múltiples escrituras que se tocan, sin imponerse como escritura definitiva.

El poetizar e interpretar

Finalmente, en esa tensión entre crítica y creación, el intérprete se halla en medio de la relación entre el poetizar y el pensar. Ninguno se impone sobre el otro, sino que se aproximan en su diferencia y se alejan en su semejanza. El hecho es que ambos, como modos antimetafísicos de ser, abren y multiplican los sentidos. Y esto es lo que Gadamer explicita de este modo:

Ni el que interpreta ni el que poetiza po¬seen una legitimación propia: allí donde hay un poema, ambos quedan siempre rebasados por aquello que propiamente es. Ambos siguen un signo que apunta hacia lo abierto (1996, 79).

Entonces, en ese juego entre interpretar y poetizar se oye la voz del poema que nos hace preguntas, que nos acerca al origen desde la actualidad, sin que eso quiera decir que haya que retroceder a un tiempo primario para evadir este. Sino que, al contrario, el poema nos deja inmersos en esta actualidad, pero a la vez nos hace mirar al porvenir. Es decir, nos pone en situación histórica, en condición crítica para responder ética, estética o políticamente a nuestro tiempo.
Por eso en esa conjunción compleja de ámbitos y en actitud abierta se oye la poética del poeta que también se halla inmerso en esa situación crítica como intérprete de esta quebradura metafísica. Se oye con un tono impreciso la escritura de Lezama Lima, que se abre al pensar y al poetizar, pues se sitúa por destino ante el abismo que se despliega entre lo inteligible y lo sensible, entre la ruptura de los fundamentos, de modo que el intérprete queda en actitud pensativa, en mitad de las metáforas que preguntan:

¿Y MI CUERPO?
Me acerco
y no veo ninguna ventana.
Ni aproximación ni cerrazón,
ni el ojo que se extiende,
ni la pared que lo detiene.
Me alejo
y no siento lo que me persigue.
Mi sombra
Es la sombra de un saco de harina.
No viene a abrazarse con mi cuerpo
Ni logro quitármela como una capota.
La noche está partida por una lanza,
que no viene a buscar mi costado.
Ningún perro esmalta
el farol sudoroso.
La lanza sólo me indica
las órdenes de la luna
haciendo detener la marea.
Es la triada del colchón,
la marea y la noche.
Siento que nado dormido
dentro de un tonel de vino.
Nado con las dos manos amarradas.

Septiembre y 1974

Bibliografía
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